El trastorno límite de personalidad es un cuadro psicopatológico que presenta dificultades, por la clínica que le caracteriza, por su falta de definición y consenso en el momento actual, por la dificultad en su tratamiento y su incrementada prevalencia.
En su propio medio, este trastorno ocasiona muchas complicaciones familiares, sociales, laborales, legales y sanitarias que nos recuerdan la importancia de investigar y esclarecer medios para el adecuado diagnóstico y abordaje de estos pacientes.
Es un cuadro que presenta gran heterogeneidad, tanto en su forma clínica, como en los diversos factores implicados en su etiología, en las diferencias que existen entre los individuos que lo padecen y los cambios idiosincrásicos que evolutivamente se producen en una misma persona. Todo esto hace que sea difícil encontrar una definición que fije unos límites que lo diferencien de otros trastornos y favorezcan un tratamiento concreto y especializado.
Estos pacientes, junto a sus familias, acuden cada vez con más frecuencia a diversos recursos de la red sanitaria (urgencias, unidades de agudos, centros de salud mental, étc) demandando atención y ayuda con gran desasosiego. Diversos son los motivos por los que se presentan, pero frecuentemente encontramos una marcada desesperación que no pueden comprender ni mucho menos explicar. Problemas interpersonales, académicos, laborales, déficits de autonomía, con una vaga y fluctuante definición de sus objetivos vitales propuestos y lo más trascendente, con verdaderas dificultades para no hacerse daño y que su vida no corra peligro.
Si miramos en su historia clínica, podemos encontrar en muchos de los casos, que hay un amplio recorrido de intervenciones sanitarias con diversos profesionales por abuso de sustancias, ansiedad, síntomas depresivos, difusión de la propia identidad, síntomas disociativos, alteraciones alimentarias o episodios de impulsividad donde su vida o la de otros han podido estar en peligro por autolesiones o accesos de heteroagresividad.
En los profesionales, puede ser común el encontrar sentimientos de extrañeza al primer contacto con este tipo de pacientes. Su comorbilidad con otros trastornos es elevada, como pueden ser síntomas psicóticos o disociativos, síntomas del espectro de la alimentación, consumo de tóxicos y así, una lista de síntomas que dificultan la concreción de un diagnóstico que explique su malestar. Su capacidad de forjar una identidad definida, un yo resistente, está mermada. Tienen pocos y primitivos mecanismos para saber identificar su propia identidad, su orientación sexual, sus gustos y preferencias, y presentan una incapacidad para definir sus metas vitales a largo plazo, que los lleva a experimentar sentimientos de vacío y aburrimiento.
Son personas que experimentan sentimientos de incomprensión, confusión, pérdida, fragilidad, tristeza y angustia, mucha angustia. Angustia de la que son plenamente conscientes, conscientes de que su percepción del mundo difiere de la manifestada por los que les rodean, conscientes de su incapacidad para funcionar de otra manera, lo que les produce sentimientos de frustración e impotencia. En el funcionamiento de su pensamiento podemos encontrar que clasifican los hechos, las acciones y las percepciones en términos absolutos y dicotómicos. Las experiencias se balancean entre los extremos de “todo o nada”, “bueno o malo” o “te aprecio o te odio”, lo que les provoca una intensa ambigüedad. La existencia es en sí misma un sinfín de matices intermedios que ellos no pueden integrar por una carencia que se va originando desde el comienzo de sus vidas. Este tipo de procesamiento extremo hace que los juicios emitidos hacia los demás, así como su capacidad de interpretar las ideas, emociones e intenciones de los otros, estén gravemente distorsionados.
Podría decirse que una persona que padece un trastorno de personalidad límite vive en una estable inestabilidad. Esta inestabilidad la podemos observar en sus frecuentes cambios de ánimo, pasando de estar eufórico a irritado o triste con asiduidad. En las relaciones interpersonales que establecen también encontramos esta inestabilidad, oscilando con frecuencia entre la idealización y la devaluación de los otros. Esto los incapacita para que generen relaciones estables y duraderas, a pesar de su necesidad inconsciente de sentirse queridos, valorados y ante todo, no ser abandonados.
En ocasiones es como si “no supieran identificar lo que sienten” o “identificar que emociones nucleares experimentan, respecto de la situación vivida,” en un momento concreto. Todo esto hace que tengan reacciones excesivamente intensas en situaciones que no los llevarían a tal estado mental si dispusieran de la estabilidad que carecen.
Tienen predisposición a actuar de una manera impulsiva, sin premeditar las consecuencias de sus actos. Pueden presentar manifestaciones explosivas o agresivas ante la frustración, abuso de sustancias como estrategia de huida, oscilaciones en el estado de ánimo o ideación paranoide transitoria por su incapacidad para interpretar las acciones de los demás como ajenas y sin relación con uno mismo.
Padecen marcadas dificultades para disfrutar y encontrar su lugar, su función y sus objetivos en la vida. Buscan estabilidad emocional, comprensión, emotividad congruente, relaciones interpersonales adecuadas y fructíferas y buscan escapar de la inmensa angustia de sentir lo que no identifican.
Cabe señalar la incapacidad de comprensión del estado emocional y el padecimiento de la persona por parte de su círculo más cercano y de la sociedad. Por ello, no es de extrañar que la familia sea otro foco importante a incluir en el proceso terapéutico.
¿Qué es la Mentalización?
En la década de los 90, Peter Fonagy y Anthony Bateman comienzan a describir en Inglaterra el concepto de Mentalización, en referencia a la capacidad de entender, intuir y, en ocasiones, hasta predecir las conductas propias y ajenas en función de los estados mentales subyacentes. Según estos autores, dicha capacidad es la base para una correcta regulación emocional (lo cual se traduciría en una mayor adecuación conductual), un mejor funcionamiento interpersonal, un sentido de identidad estable, un sentimiento de continuidad autobiográfica, así como un equilibrio afectivo y cognitivo adecuado al entorno cultural del sujeto.
Como podemos observar, la carencia de estas cualidades, desarrolladas sobre los cimientos de una adecuada capacidad de mentalizar, es la clínica nuclear del Trastorno Límite de Personalidad.
A partir de este punto, intentaré explicar por qué es tan importante el desarrollo de esta capacidad, cómo se genera, por qué está alterada en las personas con Trastorno Límite de Personalidad y cómo podemos ayudarlas a reconstruirla a través de la psicoterapia diseñada por estos autores.
Como punto de partida conviene entender a qué nos referimos cuando hablamos de “estados mentales”. Un estado mental es nuestra manera de pensar, de sentir, de entendernos a nosotros mismos y a los demás, nuestras intenciones, deseos, autoestima, nuestros proyectos futuros y nuestra forma de interpretar nuestro pasado, en un momento dado. Deberíamos ser conscientes de que los seres humanos no nos mantenemos de manera radical e irreversible en un mismo estado mental a lo largo del tiempo, sino que éste varía en determinadas circunstancias. En personas con una mayor capacidad de mentalización, desarrollada en el contexto de un apego seguro, los cambios de estado mental son menos frecuentes e intensos. En el otro extremo nos encontramos a las personas que sufren un Trastorno Límite de Personalidad, cuyos cambios de estado mental son continuos, graves y propiciados ante estímulos de escasa importancia a ojos de los demás, llegando a cambiar, casi por completo, su forma de sentir, de pensar, de entenderse a sí mismos y a los demás, etc, de un momento a otro. Estos cambios profundos de estado mental generan en ellos una gran incertidumbre acerca de su propia identidad, de las intenciones y fiabilidad de las personas que les rodean, así como marcados sentimientos de vacío derivados de una ausencia de continuidad autobiográfica y de la falta de un proyecto estable de futuro. Por otro lado, la ausencia de una metacognición más o menos implícita (que les llevara a comprender que sus sentimientos y pensamientos negativos, angustiosos y a veces intolerables, vividos en un momento determinado, son en realidad el producto de un estado mental en el que se han visto inmersos como consecuencia de unas circunstancias determinadas), agrava la vivencia y la certifica como “REAL”. Este proceso metacognitivo, mal desarrollado en las personas con Trastorno Límite de Personalidad, es a lo que llamamos mentalización, capacidad que nos permite no dar una credibilidad “ABSOLUTA” a nuestras vivencias en distintos estados mentales, comprendiéndolas como meras representaciones aproximadas de la realidad susceptibles de variar.
Cuando esta capacidad se ha desarrollado correctamente, comprendemos de manera implícita (automática) que nuestras conductas y actitudes, así como las de los demás, no son otra cosa que el producto del estado mental en el que nos hallamos en ese momento, entendiendo o al menos intentando entender las circunstancias que provocaron ese estado mental. La mentalización, por tanto, nos ayudará a desdramatizar nuestras vivencias negativas, nos ayudará a entender las conductas de los demás aún en el caso de que nos hayan perjudicado de alguna manera, nos ayudará a entender y perdonar a los demás, así como a nosotros mismos, nos permitirá sentir una continuidad autobiográfica, saber quienes somos, conocer realmente a los que nos rodean, nos hará más flexibles y relativistas, nos hará huir de radicalismos dogmáticos, nos permitirá tener curiosidad por lo diferente y mantener una duda razonable sobre nuestras propias convicciones, traduciéndose todo ello en una mayor estabilidad emocional y conductual, en importantes habilidades de relación interpersonal, en un sólido sentido de identidad, en una mayor resiliencia y, en definitiva, en una mayor fortaleza yoica que supondrá un importante factor protector contra la enfermedad mental.
Pero, ¿cómo se desarrolla esta capacidad?, ¿por qué unas personas la desarrollan más que otras? P. Fonagy y A. Bateman señalan que no es una capacidad innata, no nacemos con ella, sino que se desarrolla a través de las relaciones con nuestros cuidadores, habitualmente las madres y los padres, en la primera infancia. Estudios de estos autores publicados en los años 90 demuestran que madres con una mayor capacidad de mentalizar, evaluada antes del nacimiento de sus hijos, desarrollan un apego seguro en estos con una probabilidad estadísticamente significativa mayor, que las madres con una capacidad de mentalización baja. Otro estudio posterior, demuestra que los niños con apego seguro a la edad de un año, evaluado con el test de la situación extraña diseñado por Mary Ainsworth, acaban desarrollando una capacidad de mentalización más sólida y a edades más tempranas que los niños con apegos inseguros. Cito ambos estudios, para subrayar el hecho de que la capacidad de mentalización se desarrolla mejor en el contexto de una relación de apego seguro entre el niño y sus cuidadores, así como que este tipo de relación se consigue con más frecuencia cuando los cuidadores tienen una elevada capacidad de mentalización.
Recordando la Teoría del Apego descrita por John Bowlby, la necesidad de crear lazos afectivos estables y duraderos que tenemos los humanos desde la más tierna infancia, así como también otras especies animales, es una pulsión primaria que, en caso de ser satisfecha, aumentará nuestro sentimiento de seguridad, aumentará nuestra capacidad exploratoria (no solo del entorno físico sino también de nuestra propia mente y la de los demás), nos dará una imagen valiosa de nosotros mismos, así como una imagen fiable de los que nos rodean (modelos operativos internos). Según describió Mary Ainsworth, este tipo de relación se conseguía a través de la llamada “respuesta sensible” por parte del cuidador, quien era capaz de detectar las señales instintivas emitidas por el bebé, haciendo un “diagnóstico” del problema (temperatura, alimentación, eliminación, sueño o simplemente necesidad de proximidad), solucionándolo posteriormente.
Sin embargo, ¿la respuesta sensible es suficiente para desarrollar una atención implícita a los estados mentales propios y ajenos? Desde luego, es una base segura a partir de la cual se puede llevar a cabo lo que, en los años 90, György Gergely y J.S. Watson describieron en su artículo sobre la especularización afectiva parental como factor modulador de las experiencias emocionales primarias en los bebés, así como factor generador de la capacidad de reconocer estados emocionales propios y ajenos. Un cuidador con elevada capacidad de mentalización sabrá responder de manera sensible a las señales emitidas por su bebé, protegiéndolo en sus necesidades básicas, pero además, y de manera automática, es probable que esté pendiente del estado mental del niño y que, sin ser consciente de ello, especularice al niño la representación que él tiene en su mente sobre lo que está siendo la experiencia del niño. Al hacerlo (de una manera no dramática aunque tampoco despreocupada, “marcando” claramente el cuidador que se da perfecta cuenta de lo que está viviendo el niño, a pesar de encontrarse él mismo en un estado mental diferente al del bebé), el pequeño puede introyectar una representación secundaria de su propia experiencia, habitualmente mucho más tolerable que la vivencia primaria que estaba experimentando. Cuando este es el proceso cotidiano de interacción entre cuidador y bebé, el niño va internalizando representaciones tolerables de sus experiencias primarias, conformando de esta manera un self estable y cohesionado que le permitirá, con el paso del tiempo, reconocer y reflexionar acerca de los estados emocionales propios y ajenos. En otras palabras, se van sentando las bases para una futura y adecuada capacidad de mentalizar.
Es importante señalar que, según esta teoría, la mentalización comienza a desarrollarse a partir de los 3 años de edad, en el contexto de un funcionamiento mental al que denominan representacional, habiendo pasado el niño previamente por otros tipos de funcionamiento mental llamados prementalistas y que incluyen el modo teleológico, la equivalencia psíquica y el pretend mode (que podríamos traducir como modo “como si”). El modo teleológico lo sitúan a partir del octavo mes de vida y consiste en vivir como realidad externa sólo lo captado a través de los sentidos (si veo, oigo, huelo o toco a mi madre es que existe, si no, es que ha dejado de existir). Durante este periodo que dura hasta el año y medio aproximadamente, el niño interacciona con los demás utilizándolos como una prolongación suya, sin tener en cuenta sus intenciones, deseos o su mente en general. A partir del año y medio el niño va pasando a un modo intencional de funcionamiento mental, en el que ya va reconociendo intenciones en el otro aunque de manera aún muy primitiva. En este periodo que se prolonga hasta los tres años, el niño se encuentra frecuentemente en dos tipos de funcionamiento mental, la equivalencia psíquica y el modo “como si” (pretend mode). La equivalencia psíquica es un modo de funcionamiento mental en el que los pensamientos llegan a tener la cualidad de certezas absolutas, con la consiguiente repercusión emocional cuando los pensamientos son negativos (por ejemplo, si pienso que hay un monstruo en mi cuarto paso a vivirlo como una realidad absoluta que se vuelve intolerable). El modo “como si” hace referencia a una desconexión entre mundo interno y mundo externo (ejemplo: sentado sobre una caja de cartón me imagino que vuelo en una nave espacial, estoy concentrado en mi mundo imaginario, “disociado” del mundo exterior. Si aparece mi madre y me pregunta qué es lo que hago subido a esa caja, desconecto por completo de la aventura que estaba viviendo pasando a una conexión absoluta con la realidad externa). A través de la especularización adecuada del cuidador, el niño irá pasando a un modo representacional de pensamiento, en el que nuestros pensamientos se considerarán aproximaciones a la realidad más o menos acertadas, pero NUNCA la realidad misma, como pasa en el modo de equivalencia psíquica. Por otro lado, un cuidador que juega a menudo con su hijo, conseguirá con el paso del tiempo que el niño pueda estar conectado a su mundo interno imaginario al tiempo que está conectado con la mente del cuidador que juega con él. Poco a poco se van tendiendo puentes entre su mundo interno simbólico y su mundo externo.
Obviamente, esta capacidad de mentalizar es fruto de un desarrollo neurobiológico adecuado que, según estos autores, depende de la genética del individuo, de la interacción entre esa genética, el tipo de apego y la especularización realizada por parte de los cuidadores, así como de otros posibles factores biológicos (enfermedades médicas, problemas en el embarazo o el parto, consumo de sustancias durante el embarazo, traumatismos craneoencefálicos, etc). Regiones como la corteza prefrontal ventromedial, la corteza orbitofrontal, cingulado anterior, surco temporal superior y polos temporales, conforman, entre otras, redes neuronales relacionadas con la capacidad de mentalizar. Cuando, a medida que va creciendo el niño, estas redes neuronales se estructuran de una manera estable, conformarán un importante modulador de la activación emocional generada a nivel del sistema límbico. Hasta entonces la modulación del sistema límbico del niño dependerá en gran parte de la interacción con sus cuidadores.
Por otro lado, estos autores defienden que el sistema neuronal del apego no es otro que el sistema de recompensa mesolímbico dopaminérgico, señalando que la activación de este sistema, algo normal ante necesidades primarias como la alimentación, sexualidad, protección ante sentimientos de inseguridad o necesidad de apego, disminuye la competencia de las redes neuronales relacionadas con la capacidad de mentalizar.
Un paralelismo que ayuda a comprender el desarrollo de la capacidad de mentalizar, es pensar en como se adquiere la “capacidad de conducir”. Al subirnos por primera vez en un coche de la autoescuela junto al monitor, éste nos comienza a instruir de manera explícita sobre cómo ponerlo en marcha, cómo manejarlo, cómo estar atentos a los distintos indicadores del coche (temperatura, revoluciones, nivel de gasolina, etc). Nos enseña también claves para su correcto mantenimiento, lo cual alargará la vida del vehículo. Al comenzar a conducir, el monitor nos ayudará a aprender a circular, para lo cual será necesario que sepamos detectar las señales emitidas por otros conductores, al tiempo que estamos atentos a las señales de tráfico, a nuestro destino y a las señales emitidas por nuestro propio coche. En caso de error o situaciones de peligro, el monitor tomará los mandos y solucionará el problema, lo que nos hará sentir la seguridad suficiente para seguir subiéndonos en el coche e intentarlo por nosotros mismos. Durante los primeros meses de conducción deberemos prestar una atención activa y explicita a todas estas señales, pero con el paso del tiempo iremos siendo capaces de mantener una atención implícita o automática a todo ello, que nos permitirá ir charlando con el copiloto mientras circulamos correctamente.
Sin embargo, un conductor que no haya recibido este aprendizaje, no sabrá detectar correctamente las señales de su propio vehículo, por lo que frecuentemente se quedará sin gasolina, romperá la caja de cambios, quemará el motor, pensando que tiene muy mala suerte. Al no estar atento a las señales viales ni a las emitidas por otros conductores, será sancionado con frecuencia y se verá inmerso en multitud de accidentes, sintiendo que los demás están en su contra o no saben conducir. Tampoco aprendió a comunicar sus intenciones a través de los intermitentes, con lo que tras la colisión pensará que los demás conductores no le prestaron la suficiente atención. Dicho esto, podemos comprender que cuidadores que no mantienen una respuesta sensible hacia los niños y que no realizan una especularización adecuada y marcada de los estados mentales observados en ellos, estarán entorpeciendo el desarrollo de su capacidad de mentalización. En concreto, cuando se genera un apego desorganizado (problema presente en el 80% de los Trastornos Límite de Personalidad, según el meta-análisis publicado en el 99 por Lyons-Ruth), caracterizado por experiencias de maltrato, abusos o negligencia grave hacia el niño por parte de sus cuidadores, por un lado, el niño no desarrollará los sentimientos de seguridad ni la capacidad exploratoria adecuados para manejarse de manera independiente a lo largo de su vida, por otro, introyectará representaciones intolerables de sus experiencias primarias favoreciendo la aparición de defensas disociativas para mantener una frágil estabilidad yoica, y por último, generará una hiperactivación del sistema de apego (sistema de recompensa mesolímbico) como consecuencia del refuerzo intermitente en el que se convierte la relación del niño con su cuidador, quien en ocasiones lo cuida y en otras lo maltrata.
Esto se podría traducir como una tendencia al desbordamiento emocional ante frustraciones, necesidades, temores y conflictos de la vida cotidiana, sin el “contrapeso” modulador que supondría una elevada capacidad de mentalización, capacidad que no se ha desarrollado correctamente en estas personas y que, como consecuencia de todo ello, pasan a modos de funcionamiento mental prementalistas (teleológico, equivalencia psíquica y modo “como si”) en contextos de activación emocional importante.
Cuando un paciente con Trastorno Límite de Personalidad retrocede a un modo de funcionamiento mental teleológico, necesitará pruebas muy evidentes, casi exageradas, en la realidad externa, para sentir como satisfecha su necesidad de ese momento, o lo que es lo mismo, para calmar su sistema de apego hiperactivado. Será incapaz de tener en cuenta los estados mentales de los demás, a los que utilizará como “objetos” para conseguir sus fines. En este tipo de estado mental, puede llegar a presentar conductas inadecuadas y episodios de descontrol de impulsos, dirigidos de manera consciente o preconsciente a conseguir sentir, en la realidad externa, su necesidad satisfecha.
Cuando el paciente pasa a un modo de funcionamiento mental prementalista en equivalencia psíquica, el contenido de su pensamiento llega a tomar cualidad de certeza absoluta, no es capaz de barajar otras alternativas, lo cual, si el contenido del pensamiento es negativo, puede llegar a generar una vivencia intolerable en el paciente, desbordándolo emocionalmente. En ocasiones, la única estrategia defensiva que encuentra el paciente para calmar su tensión interna (sistema de apego hiperactivado) es el descontrol de impulsos (gastos excesivos, atracones de comida, abuso de tóxicos, sexo impulsivo, autolesiones, intentos de suicidio, heteroagresividad, etc). Podríamos entender estos episodios impulsivos como intentos de escapar de su tormento intrapsíquico a través de forzar un estado de conciencia plena del presente (mindfulness).
En otras ocasiones, los pacientes con T.L.P. pasan al modo “como si” (pretend mode), en el que se produce una desconexión entre su mundo interno y externo. Puede que su mundo interno sea caótico y aterrador, sin embargo, cuando está conectado con la realidad externa aparenta tener un nivel de templanza adecuado, así como un discurso “pseudomentalizador”, eso sí, muy alejado de la expresión emocional. No obstante, cuando conecta con su mundo interno, su campo de conciencia se estrecha, deja de estar en contacto mental con el entorno, experimentando una vivencia disociativa intolerable, acompañada de sentimientos de indefensión y soledad ante la misma. Por otro lado, al estar en compañía del terapeuta u otras personas, suele conectar con la realidad externa, disociándose de su mundo interno, por lo que podemos llegar a estar falsamente “convencidos” como terapeutas de que el paciente está estable, aunque lo sintamos un poco frío emocionalmente. Este tipo de funcionamiento mental es el que se asocia más frecuentemente a suicidios consumados.
El paciente con Trastorno Límite de Personalidad no comprende sus cambios de estado mental, no comprende su actitud y conducta en momentos de desbordamiento emocional, deja de saber quién es en realidad, se llega a sentir como un “objeto defectuoso” y se desprecia por ello, siente vergüenza, culpa y desesperanza. Al no “leer” correctamente las señales del entorno, tiende a malinterpretarlas, a sentirse abandonado por parte de los demás, juzgado y apartado, llegando a reaccionar de tal forma que, a modo de “profecía autocumplida”, consigue generar en su entorno el rechazo que ya sentía previamente. Es fácil de entender, por tanto, que este trastorno de personalidad se asocie a clínica depresiva marcada, sintomatología ansiosa, agorafobia, episodios disociativos, síntomas prepsicóticos, conductas obsesivoides como intento de controlar lo externo, trastornos de conducta alimentaria y hasta, en ocasiones, cuadros de incapacidad y desadaptación social que recuerdan a la sintomatología negativa esquizofrénica, pero que, a diferencia de esta, son cuadros reversibles tras un tratamiento adecuado.
Psicoterapia basada en la Mentalización
Es cierto que el tratamiento farmacológico resulta muy útil para paliar la sintomatología asociada de Eje I que habitualmente presentan estos pacientes, lo cual, además, los coloca en disposición de iniciar un tratamiento psicoterapéutico reglado, que en nuestra opinión es el tratamiento nuclear para los pacientes con Trastorno Límite de Personalidad.
Basándose en la teoría descrita hasta ahora, P. Fonagy y A. Bateman diseñaron un modelo de psicoterapia para pacientes con T.L.P. dirigido a desarrollar y/o fortalecer su capacidad de mentalizar.
Como ocurre en el desarrollo de la mentalización en los niños, a través de la relación con sus cuidadores y sobre la base de un apego seguro, para llevar a cabo este modelo de psicoterapia necesitaremos generar en el paciente un vínculo seguro con el medio terapéutico. Este vínculo seguro permitirá reducir progresivamente la hiperactivación de su sistema de apego (sistema de recompensa). Recordemos que la hiperactivación de este sistema neuronal, reduce la competencia, ya escasa en estos pacientes, de los circuitos neuronales relacionados con la mentalización. Por otro lado, haremos una especularización de sus estados mentales para que puedan introyectar una representación secundaria tolerable de sus vivencias insoportables e inclasificadas hasta ese momento. Al hacerlo, mostraremos un gran interés y atención por la vivencia que experimenta el paciente, pero “marcando” que nosotros permanecemos tranquilos y no hemos sido arrastrados por su estado mental alterado. Poco a poco, iremos generando en el paciente un interés por la observación metacognitiva conjunta (junto al terapeuta) de sus estados mentales, de las conductas que derivan de estos, de los precipitantes que introducen al paciente en uno u otro estado mental, así como también la exploración conjunta de los estados mentales de los demás, incluido los del terapeuta. Dicho de otra manera, intentaremos ayudar al paciente a aumentar su capacidad de mentalizar de un modo muy explícito, confiando en que, con el tiempo y la práctica constante, esta capacidad acabe volviéndose implícita o automática.
Este proceso, tendrá también la función de mantener al paciente conectado con su mundo interno, al tiempo que está también conectado a la mente del terapeuta, generando así “puentes” entre su mundo interno y externo, similar a lo que genera el juego entre niño y cuidador.
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